sábado, 8 de octubre de 2011

De invierno

El atardecer de París, que cubre de blanco sus recónditas calles, se adivina como el preludio de una noche hermosa. Las parejas caminan juntas con sus gruesos abrigos mientras que los locales nocturnos comienzan a abrir sus puertas, incitando con su música voluptuosa un deseoso y cálido recibimiento.

Pero no es mi deseo entrar en uno de ellos. No esta noche.

Carolina ha vuelto de su estancia en América y hace rato que se encuentra en uno de esos apartamentos olvidados de la capital. No hemos hablado de vernos pero sé que ella me espera. Temo que debido a la fatiga de la travesía se encuentre demasiado cansada como para poder estar con ella, de modo que apresuro mis pasos hundidos en la nieve.

Mi nombre es Armando y trabajo como periodista en el periódico más leído de París. Recuerdo que me encontraba enfrascado en redactar una noticia cuando pegaron a la puerta de mi despacho. La ví, allí plantada, con su falda de Alençon y el gorrito sobre su corta melena. Su sonrisa podía aparentar timidez pero sus ojos reflejaban toda la picardía y jovialidad correspondiente a sus años. Supe que su hermano era un rico empresario que se había interesado por la imprenta y que deseaba hacer negocios con el periódico.

Con esa excusa tuve la oportunidad de entablar numerosas conversaciones con ella hasta llegar el punto en que nos hicimos inseparables. Me habló de sus viajes por el mundo oriental y de las maravillas que allí vió, de sus inquietudes, de la severidad que había adueñado el carácter de su hermano tras la muerte de su padre, y de su ansia a la libertad sin ataduras a los convencionalismos sociales de su clase.

Al principio nos encontrábamos a escondidas, en las oscuras esquinas de los callejones, como si fuésemos delincuentes escondiendo un botín invisible. ás tarde, comenzamos a visitarnos en nuestros respetivos apartamentos. Nos quedábamos en silencio, con el fuego encendido y las sábanas arrugadas al pie de la cama. La palidez de su piel y su rostro rosado me hacían rememorar a cierta princesa de cuento cuyo nombre no recuerdo.

Pero un día, su hermano decidió que debía viajar a América para que continuara sus estudios. Ella no opuso resistencia, demasiado joven para replicar. Me hizo prometer que no le escribiría pues ello solo acentuaría su tristeza al rememorar mi ausencia. Y marchó, para permanecer al otro lado del charco durante dos años.

Consigo vislumbrar la lujosa fachada de la avenida. Subo las escaleras lentamente y acaricio las paredes que me hacen recordar dulces momentos. No sé lo que me dirá, ni si aun le soy necesario en su vida. Yo solo sé que quiero volver a oler su perfume. Ante la puerta, la llave y yo. Suspiro y la conecto lentamente a la cerradura.




En invernales horas, mirad a Carolina.
Medio apelotonada, descansa en el sillón,
envuelta con su abrigo de marta cibelina
y no lejos del fuego que brilla en el salón.
El fino angora blanco junto a ellase reclina,
rozando con su hocico la falda de Alençón,
no lejos de las jarras de porcelana china
que medio oculta un biombo de seda del Japón.
Con sus sutiles filtros la invade un dulce
[sueño:
entro, sin hacer ruido: dejo mi abrigo gris;
voy a besar su rostro, rosado y halagüeño
como una rosa roja que fuera flor de lis.
Abre los ojos; mírame con su mirar risueño,
y en tanto cae la nieve del cielo de París.