viernes, 23 de abril de 2010

La señorita de Chanel

La veo a veces al pasar por la plaza. Su cabello de peluquería y sus labios perfilados en un carmín exquisito relucen al sol nublado.
Sin embargo, su respiración está agitada y tiembla escondiéndose en la gruesa capa de su visón gris. Su mirada apagada observa con un discreto tic su alrededor. Me parece advertir en sus ojos un halo de profunda tristeza, como la criatura más desgraciada del mundo. Y adquiere la imagen de una vírgen a punto de explotar en llanto interno. La coraza se ha quitado.

Pero al percatarse de que la miro, pega un respingo. Recupera la compostura digna de su condición y con la cabeza bien alta se aleja devolviéndome la mirada por encima del hombro y con la nariz arrugada de un desprecio repentino. Sus tacones de cifras interminables de dólares golpean la calle mal asfaltada hasta desparecer en una esquina.

Lo último que se esfuma de ella es su tan característico olor a colonia de Chanel nº 5. Lo aspiro hasta la última partícula llenándome de esa sustancia tóxica que la ha transformado en un envoltorio de arrogancia y distinción que ni ella misma soporta.
Ahora amargura y ansia de cariño flotan en el aire. Me apena esta señorita.

miércoles, 21 de abril de 2010

¿Sabes?

En tus ojos puedes reflejar el candor de una ensoñación pasada con llúvia como regalo. Quería fundirme con ellos ¿sabes?
O puede que no. No sé. Tal vez todo es demasiado práctico para tu desamparado corazón. Riega, riega escarlata pero, realmente, no respira, no luce. Hace juego con tu expresión corporal. A veces te confundo con un raquítico y carcomido títere de cabeza ausente.
Desprendes tal añoranza que hasta puedo olerla. Amarga e intensa. Pero aun así, ¿sabes qué?, me encanta.
Y volveré a mencionar tus ojos, que como mares pintados los advierto. Sólo a veces se apagan, sólo a veces se encienden. Púpilas blancas, faros de esas aguas, que me ciegan la retina colorida.
Déjame advertirlas a tiendas en la oscuridad de esa llovizna ya no tan salada que se remueve en el eco de la última carcajada desternillándose, húmeda.

sábado, 17 de abril de 2010

Tibieza en tu piel

Las sábanas blancas caen por los extremos indiferentes a mi respiración adormilada. Levita mi espíritu de plenitud extrema e inalcanzable. En la palidez de las luces de un amanecer próximo un dedo perdido roza tu piel, suave como las plumas del almohadón.

Tus poros se elevan ante el tacto de ese dedo descarado que recorre distraido una ruta desigual sin detenerse. El vello de punta acaricia la yema nívea; te encoges ligeramente y refunfuñas molesto ante mi juego. Río delicadamente marcando todos los tonos de mi voz cantarina. No lo veo pero sé que, sin quererlo, correspondes a esa risa pícara resignado y divertido a pesar del sueño que te domina.

Entrelazamos nuestras manos ahuecando algo inexistente pero cálido. Nuestros dedos se ajustan a la perfección, encajando y construyendo una fortaleza infranqueable. El sol empieza a asomar sus cabellos de rayos por una esquina, tímido. La tranquilidad que adorna la escena se ve truncada por una fuerte ráfaga de viento que estremece los cimientos de la cama con dosel.

Nuestras miradas se cruzan en un gesto de incomprensión. Desde algún punto de horror del espacio que nos rodea se emite un pitido similar al chillido de una voz humana , tan agudo que mis tímpanos no lo soportan. Me tapos los oídos, desesperada y clamando que cese. Repentinamente desaparece. Vuelvo a mirarte y mis ojos se agrandan de horror.

Observo el color de tu piel va tiñiéndose de un gris mortal y las cuencas de tu mirada se hunden y oscurecen. Tus labios se derriten bajando por la barbilla y goteándo hasta caer en la sábanas deshaciéndose. Tus cabellos se han vuelto polvo de nada y tu figura cada vez es más decrépita.
"No, no -expulsa mi voz temblorosa- aún es muy pronto. Sólo un poco más, un poco más..." Te abrazo desesperada y aullándo súplicas a la tormenta mientras tu silencio cobra vida.

Entonces noto el frío. Ausencia de tibieza en tus carnes que dejan al descubierto el desnudo de los queridos huesos. Inevitablemente tu traje óseo se completa. Me parece advertir una sombra en el cielo oscurecido por inesperados nubarrones. La silueta alada carga un bulto inmóvil. Acto seguido desaparece.

El sol renace despertando de un mal sueño e ilumina el cuarto. Me aferro a mi misma envuelta en sollozos inútiles. Las manos rodeando mis brazos sienten el calor. La sensación de vida. En ellos todavía aprecio la tibieza de tu piel de antaño. La tibieza de un espíritu robado.

miércoles, 7 de abril de 2010

Instinto de féminas

Está oscuro y me siento muy sola. Tan solo se cuela un delicado rayo de luna sobre tu rostro de ninfa acuática. Te busco. Te encuentro. Te tiento.

Acercate. Muy cerca mío. Acaricia las montañas en mis pectorales. Tu oído se estremece. ¿Lo sientes? La maquina palpitante se desboca ruidosa y tienes miedo de que explote su mecanismo, bombeando la sustancia escarlata que tanto te excita.

Tus labios carnosos convertidos en los míos vagan por la inacabable llanura de tu espectacular silueta, perdiéndose entre sutiles y débiles suspiros de pasión contenida en tu fuero interno. La llama crece, crece y se eleva hasta donde me es imposible ver su final. Las cabezas, sin embargo, se encogen a causa de un éxtasis indefinible.

Dominas mi terreno y me gusta. No replico, no rechazo. Todo se torna en un singular ritual de arañazos y gemidos que golpean las cuatro paredes astilladas. Despeinas mi cabello y mi ser con la misma intensidad con la que devoro las moradas venas de tu cuello. Tus manos sobre mis brazos me inmovilizan. Mi pupila en tu pupila brilla como si hubieran vertido sobre esta última purpurina azul cobalto. El acto desciende despacio...

Nos detenemos entrecortadas. No puedo dejar de mirarte. Tu antes aparente dominación deja al descubierto el rubor en tus mejillas de manzana que se esconden sumisas al ardor de mi sonrisa. Aproximo mi mano y elevo tu cara lentamente para vuelvas a empaparte del mensaje inicial.
"Estas jodidamente buena y esta noche eres mía. " te replico acentuando todas las sílabas con fiereza. "No debes demostrarme nada. Solamente siéntelo."

Con una rápida maniobra mi lengua se sumerge en la cavidad con olor a nenúfar húmedo. Los gimoteos aumentan devatiéndose entre sonar divertidos o vergonzosos. Los alientos despiden bocanadas abrasadoras y el sudor baja por tus pechos hasta terminar por colarse en el ombligo. Nos fusionamos y me quemas como si en un horno me hubiera sumergido.

Al cabo de un rato el sol viene a molestar a nuestro recreo. Caes agotada entre mis muslos y te abandonas con una caída de párpados y tus ojos reflejándo un claro signo de lujuria satisfactoria. Observo el lunar estirado de tu hombre izquierdo. Mis labios mojados se acercan y lo besan. Alcanzo una manta de algodón y nos escondemos completamente entre risas de adolescente y cosquilleos fugaces. Se hizo la oscuridad de nuevo.

Las felinas salvajes se retiran a descansar despues de una larga noche de placer e instinto.

sábado, 3 de abril de 2010

Coñac y soledad

Los grillos cantaban melancólicos. El profundo eco de unos pasos aplastantes perturvaba la armonía de aquella noche gélida. Los labios cortados de la chica refunfuñaban incesantes incoerencias que sólo ella habría sido capáz de descrifrar. Finalmente se detuvo junto a una farola que iluminaba débil y solitaria la invisible calle tragada por las fauces de las tinieblas. Se sentó en un bordillo. Temblaba y sus dientes castañeaban.

Pero le daba igual. El frío no la iba a obligar a volver a las cuatro paredes que la habían aprisionado tanto tiempo. Aquellos que juraban quererla no habían demostrado más que lo contrario. Ella era diferente a ellos. En todo. ¿Por qué nunca habían intentado comprenderla?
Entender su comportamiento, su parsimonia al hacer los recados, sus ganas de aislarse... Que la dejaran en paz, simplemente.
No, no lo entendían y lo único que les parecía adecuado era castigarla por su "egoísmo emocional" y su "mala respuesta hacia la familia".
Pues bien, no estaba dispuesta a aguantarlo ni un nanosegundo más.

El problema era que, en el arrebato de marcharse, no había pensado en coger más que su mochila con un bocata, agua y su móvil. Ni cargador ni dinero. Pues estaba lista. Todo le salía mal, incluso cuando tenía las ideas claras algo se torcía.
Frustrada, se encogió y su cubrió el rostro con los brazos hecha un ovillo.

Se mantuvo un rato en esa postura hasta que algo la sobresaltó. Una voz ronca a su derecha le habló. Se giró y se topó con la mirada vacía de un mendigo que había estado durmiendo en un rincón de la calle y del que ella no se había percatado. Era un hombre de mediana edad, desaliñado y con una botella de coñac entre sus manos:

-¿Qué estás haciendo tú sola en la calle a estas horas con el frío que hace?

Ella titubeó un momento. Finalmente, dijo con voz segura:

-Me he escapado de casa.

-Ajam.

Estuvieron un rato en silencio. Entonces las tripas de ambos comenzaron a sonar casi al unísono. Ella sacó su bocata y le ofreció al mendigo la mitad. Lo cogió sin nisiquiera mirarla. La chica se dio cuenta de que la mochila estaba húmeda y descubrió que la botella del agua se había abierto completamente sin dejar ni una gota en el contenido.

-Mierda...

Tenía sed. Contempló al hombre dando grandes tragos a la botella llena de alcohol. Él no parecía darse cuenta de su problema y no le ofreció. Cuando hubieron terminado de comer el mendigo comenzó a hablar:

-Toda mi vida he estado solo, nunca nadie me ha ayudado ni ofrecido su compañía. Cuando era pequeño recuerdo que mis padres ni se molestaban en hablar conmigo...

Miró a la chica con ojos brillantes. Ella lo miró seria y luego fijó la vista en el coñac. En ese momento el hombre lo cogió y se lo tendió:

-¿Quieres beber?

Asintió y se llevó la botella a los labios. Tomó un pequeño trago que le incendió la garganta. Tosió levemente. Cuando se la devolvió él preguntó de nuevo:

-Seguro que te has ido porque tus padres tampoco te brindan su compañía, ¿a que sí?

Silencio.

Fijó sus ojos en los de ella, intensamente:

-Acaso...¿Tú también te sientes sola?

La muchacha notó como se le hinchaban los ojos y comenzaban a brotar lágrimas. Desvió la mirada de la suya y se levantó murmurando a medias una vana despedida. Cogió su mochila y salió corriendo. En la última mirada que hechó al indigente éste volvía a tomar un gran trago.

Con el aliento llameando y el pulso desorbitado se detuvo en la puerta de su casa. Cuando se relajó miró una de las ventanas y observó la silueta de su madre llamando por teléfono. Sus hombros bajaban y subían histéricos. Lloraba.

La chica suspiró. Estuvo un instante con la vista clavada en el suelo. Dudó.
Finalmente, llamó al timbre. Los grillos seguían cantando.