La veo a veces al pasar por la plaza. Su cabello de peluquería y sus labios perfilados en un carmín exquisito relucen al sol nublado.
Sin embargo, su respiración está agitada y tiembla escondiéndose en la gruesa capa de su visón gris. Su mirada apagada observa con un discreto tic su alrededor. Me parece advertir en sus ojos un halo de profunda tristeza, como la criatura más desgraciada del mundo. Y adquiere la imagen de una vírgen a punto de explotar en llanto interno. La coraza se ha quitado.
Pero al percatarse de que la miro, pega un respingo. Recupera la compostura digna de su condición y con la cabeza bien alta se aleja devolviéndome la mirada por encima del hombro y con la nariz arrugada de un desprecio repentino. Sus tacones de cifras interminables de dólares golpean la calle mal asfaltada hasta desparecer en una esquina.
Lo último que se esfuma de ella es su tan característico olor a colonia de Chanel nº 5. Lo aspiro hasta la última partícula llenándome de esa sustancia tóxica que la ha transformado en un envoltorio de arrogancia y distinción que ni ella misma soporta.
Ahora amargura y ansia de cariño flotan en el aire. Me apena esta señorita.
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