Los grillos cantaban melancólicos. El profundo eco de unos pasos aplastantes perturvaba la armonía de aquella noche gélida. Los labios cortados de la chica refunfuñaban incesantes incoerencias que sólo ella habría sido capáz de descrifrar. Finalmente se detuvo junto a una farola que iluminaba débil y solitaria la invisible calle tragada por las fauces de las tinieblas. Se sentó en un bordillo. Temblaba y sus dientes castañeaban.
Pero le daba igual. El frío no la iba a obligar a volver a las cuatro paredes que la habían aprisionado tanto tiempo. Aquellos que juraban quererla no habían demostrado más que lo contrario. Ella era diferente a ellos. En todo. ¿Por qué nunca habían intentado comprenderla?
Entender su comportamiento, su parsimonia al hacer los recados, sus ganas de aislarse... Que la dejaran en paz, simplemente.
No, no lo entendían y lo único que les parecía adecuado era castigarla por su "egoísmo emocional" y su "mala respuesta hacia la familia".
Pues bien, no estaba dispuesta a aguantarlo ni un nanosegundo más.
El problema era que, en el arrebato de marcharse, no había pensado en coger más que su mochila con un bocata, agua y su móvil. Ni cargador ni dinero. Pues estaba lista. Todo le salía mal, incluso cuando tenía las ideas claras algo se torcía.
Frustrada, se encogió y su cubrió el rostro con los brazos hecha un ovillo.
Se mantuvo un rato en esa postura hasta que algo la sobresaltó. Una voz ronca a su derecha le habló. Se giró y se topó con la mirada vacía de un mendigo que había estado durmiendo en un rincón de la calle y del que ella no se había percatado. Era un hombre de mediana edad, desaliñado y con una botella de coñac entre sus manos:
-¿Qué estás haciendo tú sola en la calle a estas horas con el frío que hace?
Ella titubeó un momento. Finalmente, dijo con voz segura:
-Me he escapado de casa.
-Ajam.
Estuvieron un rato en silencio. Entonces las tripas de ambos comenzaron a sonar casi al unísono. Ella sacó su bocata y le ofreció al mendigo la mitad. Lo cogió sin nisiquiera mirarla. La chica se dio cuenta de que la mochila estaba húmeda y descubrió que la botella del agua se había abierto completamente sin dejar ni una gota en el contenido.
-Mierda...
Tenía sed. Contempló al hombre dando grandes tragos a la botella llena de alcohol. Él no parecía darse cuenta de su problema y no le ofreció. Cuando hubieron terminado de comer el mendigo comenzó a hablar:
-Toda mi vida he estado solo, nunca nadie me ha ayudado ni ofrecido su compañía. Cuando era pequeño recuerdo que mis padres ni se molestaban en hablar conmigo...
Miró a la chica con ojos brillantes. Ella lo miró seria y luego fijó la vista en el coñac. En ese momento el hombre lo cogió y se lo tendió:
-¿Quieres beber?
Asintió y se llevó la botella a los labios. Tomó un pequeño trago que le incendió la garganta. Tosió levemente. Cuando se la devolvió él preguntó de nuevo:
-Seguro que te has ido porque tus padres tampoco te brindan su compañía, ¿a que sí?
Silencio.
Fijó sus ojos en los de ella, intensamente:
-Acaso...¿Tú también te sientes sola?
La muchacha notó como se le hinchaban los ojos y comenzaban a brotar lágrimas. Desvió la mirada de la suya y se levantó murmurando a medias una vana despedida. Cogió su mochila y salió corriendo. En la última mirada que hechó al indigente éste volvía a tomar un gran trago.
Con el aliento llameando y el pulso desorbitado se detuvo en la puerta de su casa. Cuando se relajó miró una de las ventanas y observó la silueta de su madre llamando por teléfono. Sus hombros bajaban y subían histéricos. Lloraba.
La chica suspiró. Estuvo un instante con la vista clavada en el suelo. Dudó.
Finalmente, llamó al timbre. Los grillos seguían cantando.
Pero le daba igual. El frío no la iba a obligar a volver a las cuatro paredes que la habían aprisionado tanto tiempo. Aquellos que juraban quererla no habían demostrado más que lo contrario. Ella era diferente a ellos. En todo. ¿Por qué nunca habían intentado comprenderla?
Entender su comportamiento, su parsimonia al hacer los recados, sus ganas de aislarse... Que la dejaran en paz, simplemente.
No, no lo entendían y lo único que les parecía adecuado era castigarla por su "egoísmo emocional" y su "mala respuesta hacia la familia".
Pues bien, no estaba dispuesta a aguantarlo ni un nanosegundo más.
El problema era que, en el arrebato de marcharse, no había pensado en coger más que su mochila con un bocata, agua y su móvil. Ni cargador ni dinero. Pues estaba lista. Todo le salía mal, incluso cuando tenía las ideas claras algo se torcía.
Frustrada, se encogió y su cubrió el rostro con los brazos hecha un ovillo.
Se mantuvo un rato en esa postura hasta que algo la sobresaltó. Una voz ronca a su derecha le habló. Se giró y se topó con la mirada vacía de un mendigo que había estado durmiendo en un rincón de la calle y del que ella no se había percatado. Era un hombre de mediana edad, desaliñado y con una botella de coñac entre sus manos:
-¿Qué estás haciendo tú sola en la calle a estas horas con el frío que hace?
Ella titubeó un momento. Finalmente, dijo con voz segura:
-Me he escapado de casa.
-Ajam.
Estuvieron un rato en silencio. Entonces las tripas de ambos comenzaron a sonar casi al unísono. Ella sacó su bocata y le ofreció al mendigo la mitad. Lo cogió sin nisiquiera mirarla. La chica se dio cuenta de que la mochila estaba húmeda y descubrió que la botella del agua se había abierto completamente sin dejar ni una gota en el contenido.
-Mierda...
Tenía sed. Contempló al hombre dando grandes tragos a la botella llena de alcohol. Él no parecía darse cuenta de su problema y no le ofreció. Cuando hubieron terminado de comer el mendigo comenzó a hablar:
-Toda mi vida he estado solo, nunca nadie me ha ayudado ni ofrecido su compañía. Cuando era pequeño recuerdo que mis padres ni se molestaban en hablar conmigo...
Miró a la chica con ojos brillantes. Ella lo miró seria y luego fijó la vista en el coñac. En ese momento el hombre lo cogió y se lo tendió:
-¿Quieres beber?
Asintió y se llevó la botella a los labios. Tomó un pequeño trago que le incendió la garganta. Tosió levemente. Cuando se la devolvió él preguntó de nuevo:
-Seguro que te has ido porque tus padres tampoco te brindan su compañía, ¿a que sí?
Silencio.
Fijó sus ojos en los de ella, intensamente:
-Acaso...¿Tú también te sientes sola?
La muchacha notó como se le hinchaban los ojos y comenzaban a brotar lágrimas. Desvió la mirada de la suya y se levantó murmurando a medias una vana despedida. Cogió su mochila y salió corriendo. En la última mirada que hechó al indigente éste volvía a tomar un gran trago.
Con el aliento llameando y el pulso desorbitado se detuvo en la puerta de su casa. Cuando se relajó miró una de las ventanas y observó la silueta de su madre llamando por teléfono. Sus hombros bajaban y subían histéricos. Lloraba.
La chica suspiró. Estuvo un instante con la vista clavada en el suelo. Dudó.
Finalmente, llamó al timbre. Los grillos seguían cantando.
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