El punto que separa el final de una etapa y el inicio de otra a veces es confuso. No lo sientes como tal. Puede ser la sensación la que te previene de lo que va a acontecer en tu vida y entorno...o tal vez es la influencia del mismo el que te da señales.
Sea como sea, ese momento te hace presa de un sentimiento determinado que te llena hasta los bordes y del que tardas en despojarte. En mi caso, es una completa indiferencia hacia todo el proceso realizado en la que miro a mi alrededor como si no hubiera ocurrido nada y simplemente observe las reacciones variadas de todos aquellos que me importan: el llanto de la felicidad por haber sobrevivido un año más, los saltos eufóricos porque has terminado un curso...
Ante esto, ya sea por la presión sometida por tus congéneres para que te unas a su incomprensible alegría momentánea o por simple solidaridad o pena, finges contagiarte del sindrome de cambio brusco.
Y tras pasar esos breves minutos, tu indiferencia cambia a un desasosiego profundo. Temes no comprender nunca por qué somos tan vulnerables al cambio, para bien o para mal. Que jamás podrás semtirte superior al avance de las etapas que marcan tu existencia y vagan sin control por el espacio.
Siento que mucha gente no pueda comprender lo que yo, pobre infelíz, intento explicar con tan insulsas palabras pero ésto es lo que experimento cada vez que ocurre lo ya mencionado.
Fingiré una vez más mi alegría y valentía al pronunciar con gran dificultad las palabras que más se han repetido desde que un reloj marcó engreído el inicio de algo supuestamente grande: Feliz 2012.
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