Penden de invisibles hilos de telaraña una psicosis sometida por el sonido mentolado de un violín. Sinuosa, se cuela por los rincones más inexplorados de mi válvula escarlata y mecánica. Toca fibras que creía muertas y que ahora tiemblan acongojadas.
Mis ojos, casi fuera de sus órbitas, se elevan a contemplar el instrumento del que sale esa bella y aterradora melodía. Me parece apreciar, a pesar de mi ya moribunda cordura, las estremecedoras y siniestras entonaciones de una risa infernal procedente del interior del violín que suena cada vez más desigual y agudo.
Tal es su timbre que mis oídos comienzan a zumbar doloridos y a la vez degustando maravillados por la idea lujuriosa que procesa.
El climax alcanza velocidades imposibles y mis rodillas besan el suelo. Tiemblo, dominada por un éxtasis endemoniado y, sin saber que siento exactamente, mi risa se une, débil y con énfasis de locura permanente, a la ya aludida.
Finalmente, me derrumbo. Dedico una última mirada enferma al producto de mi pesadilla de ensueño. Me fijo con intensidad en el detalle tallado en la voluta del instrumento.
Es la cabeza del demonio.