El escarlata lo cubría todo, pero no se distinguía si se trataba de la sangre o del color del elegante vestido que había decidido ponerse esa noche para la velada. La lluvia se estaba encargando de parar su sangrado y retirarlo hacia el borde del balcón donde se encontraban.
Adentro, los invitados de la fiesta estaban demasiados ebrios como para prestar atención de lo que había ocurrido. Además, todo había sido tan breve y silencioso como un suspiro, en este caso el último para ella.
Mientras la abrazaba aún sostenía el revolver con el silenciador en su mano. Observó esos labios que instantes antes de realizar su trabajo había podido saborear, tiernos y rojos como lo que ahora lo rodeaba. Pasó sus dedos por ellos delicadamente y de estos a su cabello corto, retirándole un mechón mojado de la frente.
Acto seguido, la llevó en volandas hacia la sala abarrotada y la depositó en un sillón escondido en una esquina. La gente tardaría en darse cuenta de su estado.
Y se marchó. A pesar de ello, no pudo apartar de sus ropas ni de su mente ese perfume, cuyo olor fascinante no había conseguido identificar. Nunca sabría nada de esa mujer ni de los motivos por que alguien quisiera verla bajo tierra.
Pero tampoco debía importarle, era su trabajo. Una pena, pero lo era.
Llamó un taxi. Llovía fuerte, casi con furia. Debía estar en la otra punta de la ciudad para cobrar el cheque a primera hora de la mañana.
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