Ella se revolvía con el puñal en mano de los brazos que pretendían arrebatárselo. Lloraba con rabia cegadora pero silenciosamente, conocedora de la debilidad de su propia fuerza. La tonalidad escarlata brillaba en la hoja del arma.
Él no hacía fuerza, ni un gesto, ni un atisbo de presión. Tan sólo mantenía firme su mano. Su rostro era una máscara fundida entre la impasibilidad y la desesperación. En su mirada reflejaba un dolor intenso e inhumano que no influía en la posición relajada que mantenía y su piel ceniza era cadavérica. Un muerto en vida.
Con un grito de agonía y rabia ella se dejó caer, aún manteniendo el arma. Él también bajó. El llanto continuaba pero ya no quedaba nada en su ojos secos y marchitados. Alzó la mirada y, con fingida decisión, se enfrentó a la de su contrincante suplicándole sin palabras que lo dejara estar, que se fuera y la dejara sola.
Como respuesta obtuvo que de un tirón le arrebatara el arma y que lo lanzara lejos de su alcance, no sin antes que durante este último forcejeo ella consiguiera herirse en una de sus muñecas.
Él se aproximó y tomó el brazo sangrante, observo los profundos cortes que había logrado hacerse antes de su llegada y comenzó a sacar de su bolsillo un pañuelo para usarlo como vendaje.
Ante este gesto ella lo apartó lentamente y negó con la cabeza susurrando:
-No, amor. Déjame morir para así poder sentir una milésima parte lo que te hice experimentar en la lóbrega existencia de mi abandono.
Pero haciendo caso omiso de sus peticiones comenzó a cubrirle el corte . Ha medida que este dejaba de sangrar, el cuerpo del hombre comenzó a humedecerse hasta convertirse en líquido y desaparecer en una llúvia salada. Antes de ello le dedico un atisbo de sonrisa melancólica.
La mujer se desvaneció unos minutos y al volver en sí su corte había desaparecido y con ello el puñal. Pero sus lágrimas eran de color escarlata intenso.
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