Ella chilló, golpeando los tímpanos del eco entre las montañas; pataleó, en una mezcla indeterminada de auténtica rabia y mosqueo infaltil. Se revolvió hasta caer exhausta en la hierba a la vez que se deshacía de sus deportivas viejas y gastadas sin marca reconocida.
Se silenció en el acto, respirando entrecortadamente. Su camiseta de tirantes dibujaba las líneas de sus costillas y la blancura de sus piernas cegaba con el sol sobre ellas.
Tumbada y derrotada, mirando hacia el mar aéreo, se fue relajando hasta poder ser capaz de percibir sus pausados y sutiles latidos. Cerró los ojos y respiro tímida y suavemente, inconscientemente recelosa del habitat desconocido. La pureza del aire la llenó hasta saciarla y el silencio inundó su mente, pacificando progresivamente su caos emocional.
Su juventud se hizo plena, reflejándose en su rostro salpicado de pecas. La rebeldía inocente de un alma herida y asfixiada había iniciado el proceso de cura.
Abrió ligeramente un ojo y observó a un pajarillo posarse sobre un árbol cercano, un oasis en aquel desierto verde. La músiquilla del animal la enterneció. La sensación sombría de las preocupaciones adultas y agobiantes resonó en su cabeza, pero no le importó, y la echó a un lado de un empujón. Ya habría tiempo de ocuparse de ello. Y de crecer ya de paso.
Extendió sus miembros hacia fuera, volvió a cerrar los ojos y sonrió ampliamente.
Había pasado mucho desde la última vez que lo había hecho.
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