Parecía confuso aquello que me invadía. Había comenzado como un último reto que sería decisivo para mantenerme con los pies en el suelo. Caras desconocidas nos observaban por todos los ángulos. A mí, a él, a todos ellos. El oxígeno cargado de castidad y respeto se expandía con rapidez por nuestro semblante.
El principio nos lo esperábamos todos, con una acústica envidiable. La melodía fluía sin dificultad y acompasada con nuestras respiraciones acostumbradas los últimos días a la tensión. Mis dedos discutían con las notas con la rabia de un fortissimo y mi ceño fruncido me concentraba. Todo pasó deprisa pero, sin embargo, con cierto carácter de parsimonia a mi parecer.
Hasta que llegó la última. Emergió majesuosa de un silencio inmortal que, incluso para mi que la había experimentado varias veces antaño, me heló la sangre y despertó mi respiración. No puedo explicar con palabras correctas lo que se puede sentir con un conjunto semejante de vibraciones que tocan lo celestial. Una mezcla rica, variada, que te hace sumegirte en ella.
En el momento en el que la última nota se extinguió en esa tierra extranjera en un eco que alcanzó las profundidades de ese templo y de mi alma, mis lagrimas ocuparon su lugar.
Un eco que resonará por siempre en silencio.
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