sábado, 8 de mayo de 2010

Invierno porteño



Ramas quebradizas mueren al morder la suela de mi zapato en esta noche esquiva y perecedera. No hay, sin embargo, niebla alguna en el horizonte de mi pupila dilatada. Tan solo una oscuridad que me traga hasta mi maltratada garganta y el aroma de un Buenos Aires que recuerda lo que era antaño.
Al pasar por una acera que creo desierta compruebo que en ellas habitan todavía las sensuales damas del placer con sus cigarrillos en las manos terminadas en uñas atigradas. Sus sonrisas húmedas me revuelven la lívido provocada por el alcohol y mi desamparo.
Pero aun así no vuelvo a fijar mi mirada en sus faldas milimétricas ni los oídos en sus risas alentadoras.
Continuo andando hasta derramar el contenido de mi breve fiesta a los pies de un banco. Tras usar mi carcomida chaqueta de pañuelo oigo el traqueteo del último tren de la jornada. Se lo nota lejano y cruelmente egoísta.
Por sus puertas pasó el último rastro de la única esperanza de lo que considero vida. Su aroma inconfundible se lo tragaron sus puertas corredizas y metálicas que al unirse son infranqueables. La oleada del viento que provocó en tu cabello se llevó a su vez los suspiros de un pobre diablo moribundo.
Ahora sus cenizas se expanden como si de una epidemia se tratara, por los rincones más inaccesibles de este invierno porteño, que lo cubren con su tango incomparable.

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