lunes, 15 de marzo de 2010

Hasta que las aguas nos separen

Sus pisadas en la tierra mojada dejaban a su paso pequeños lagos que reflejaban sus rostros alertas y con gestos de nerviosismo. Corrían de la mano tan rápido como podían, a sabiendas de la ausencia de la luz de las estrellas debido a las inoportunas nubes que habían decidido llorar esa noche.
A sus espaldas, a la distancia de 55 metros aproximadamente, igualaba su velocidad una numerosa tropa de individuos portadores de espadas y palos ardiendo en llamas. Sus estruendosas y cada vez más cercanas voces, recordaban a los perseguidos que debían despistarlos como sea.
Poco a poco la lluvia disminuyo considerablemente y ambos pudieron apreciar el rostro del otro. Pero entonces su carrera finalizó al comprobar que lo que creían que era su salida no era más que un gran acantilado hacia el mar letal e inmenso. Habían conseguido librarse por un instante de sus perseguidores pero ya no había escape posible. Se miraron con infinita ternura.

El rostro de ella reflejaba una belleza virginal, de cabello color heno, piel transparente y ojos esmeraldas que igualaban al verde de la flora chorreante de lágrimas. Sus labios eran finos y sonrosados y sus manos delicadas aun con algunos arañazos debido a los matorrales que habían dificultado su escape.

Él era recio y apuesto, de piel morena y ojos que se tragaban la oscuridad con un pestañeo. Sus musculados brazos abrazaban los de ella con una suavidad impensable por la fuerza que se adivinaba en ellos. Él fue el primero en hablar:

-Mi amor. Nunca sabré como esto ha podido suceder. Sé que es un error imperdonable pero quiero que sepas que nunca me arrepentiré de lo que siento. Aunque el que esté arriba nos expulse de sus tierras sagradas. Aun así. Caeríamos al infierno abrazados mientras las llamas nos devoran, el Demonio podrá torturar mi espíritu por siempre. Te querré por encima de todo. Hasta que mi alma se extinga.

Ella no lloró al oír estas palabras. Lo observó un breve instante que para él se hizo interminable. Finalmente, cogiéndolo de su mano dijo:

-Que sea lo que Dios quiera. No me importa saber que lo que sentimos es un pecado, porque eres lo mejor que me ha pasado en la vida.

Volvieron a oír voces. A lo lejos alguien gritó "¡Ahí están!".
A ninguno de los dos les importó. Se sonrieron, felices de haber empezado y de poder acabar su existencia juntos. Se agarraron fuertemente de la mano volviéndose hacia el paisaje marítimo en el que la luna había desterrado su timidez a mostrarse. Sus pies rozaban el filo del abismo. El muchacho articuló dulcemente las últimas palabras dirigidas a su amante:

-Te amo, hermana mía.

Y como liberados de una terrible carga, saltaron. Sus cuerpos se perdieron entre los volantes azulados del océano, devorándolos con furia. En todo momento permanecieron de la mano hasta que una enorme ola los separó para siempre de la Tierra en la que se habían sentido prisioneros en una jaula de insufrible desprecio.

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