miércoles, 3 de marzo de 2010

Este maldito vacío de originalidad (II)

Ha dejado de llover, porque la noche se ha tragado los nubarrones. Ahora se deslizan de un lado a otro furibundas ráfagas de aire enfermizo que contaminan el ánimo del derrotado artista.
Su depresión es tal que no tiene voluntad ni para encenderse un mísero cigarrillo. Tiene los ojos entrecerrados y llenos de triste melancolía que intenta hacerla invisible ocultando su rostro con unos débiles brazos y encogido a los pies de la cama.

Querría llorar pero su orgullo puede con él. Aunque poco a poco también va perdiendo eso y finalmente se abandona al llanto desenfrenado y amargo. No le quedaba nada. Nada que decir, nada que ofrecer al mundo nacido en su imaginación. Y eso sólo quería decir una cosa.
Se levanta lentamente entre torpes resbalones del suelo húmedo de madera carcomida. Vuelve a llenar su copa hasta el borde y acto seguido se aproxima hacia una de las mesillas de noche que pretendían decorar la mugrienta habitación. Abre uno de los cajones y saca de este un pequeño tarro cilíndrico que deposita en la mesa al lado de el whisky. Del tarro caen cinco pastillas. Las mira con ojos hipnóticos, embelesado al considerar esos minúsculos medicamentos eran su salida hacia la libertad de su marchita prisión.

Dedica un último momento a contemplar los tomos que descansan desparramados al pie de la cama y que reflejaban esos momentos de gloria inigualable que había experimentado. Sonríe humedeciéndose los labios. De una sola vez se introduce las pastillas en la boca y sentencia el acto con el trago digno de los bebedores suicidas.
Avanza tambaleándose hacia la cama y se desploma en ella. Se sumerge en estado de somnolencia que le hace olvidar todo. Habita un silencio inhumano que lo hace reconfortarse más aún. Pronto acabará todo.

Entonces le parece comprobar que su alrededor se va elevando. En la habitación entra tal claridad de luz que apenas puede mantener los ojos abiertos. Se oyen suaves risas que rozan los oídos del hombre acompañado de un tintineo de campanas. Quiere saber de donde proceden tales sonidos pero la rigidez de sus miembros es superior a él. De pronto, como una aparición sagrada se muestra ante él una diminuta mujer alada de color perla que zigzaguea frente a su rostro. Incrédulo, se incorpora bruscamente y la observa con detenimiento. Sus esbeltas piernas colgaban sensuales en el aire y sus finísimas alas apenas se veían por su trasparencia. Su mirada lo observaba divertida a través de unos ojos de zafiro oscuro y sin pupila.
Creyó estar loco. Ese ser era el personaje protagonista de una de sus novelas fantásticas. Su querida hada llamada Yill. Se volvió a tumbar dispuesto a sumirse en su oscuro destino pero en ese momento el hada habló:

-¿Por qué me ignoras ahora? Después de haberte acompañado todo el camino, ¿no vas a dejarme que te siga?

Después de estas palabras el hombre quedó paralizado. Dos pesadas lágrimas corrieron a cada lado de su cara. El hada, delicadamente, se acercó y las seco con su largo cabello. Tras un largo silencio, él solo tuvo fuerzas para decir:

-Gracias...Yill...

Dulcemente, el ser mágico se posó sobre su pecho y lloró con él. Y en los últimos instantes en que su corazón daba los latidos finales el hada lo besó en la mejilla y poco a poco fue desvaneciéndose junto con todo lo demás con una triste y resignada sonrisa.

A la mañana siguiente, la limpiadora del motel encontró el cadáver del antes célebre escritor y avisó a las autoridades. Nadie advirtió que sobre la camisa del fallecido reposaba un pequeño montón de polvo de desconocida procedencia.






(La fantasía que crea el artista muere siempre con él)

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