Con sus pies, diminutos y gráciles, se desliza la bailarina. Su tutú plateado de luna resalta su iris azul cobalto que refulge al lado de sus pupilas, atrayentes como dos enamorados en su momento ideal y mágico.
Con delicados pasos piruetea sobre la superficie de cristal englobada en una niebla fantasmal. Su pelo, tan lívido como su piel blanquecina, permanece prisionero en un elegante moño, dejando sueltos a cada lado de sus orejas dos finos tirabuzones que ondean con graciosa frescura. Da mil vueltas sobre misma hasta hacer que el mirarla me maree de estupor, siempre con su brillante sonrisa a punto. Siento que puedo alcanzarla con solo alargar el brazo, y ubicarla en el hueco de mis dos manos haciéndome cosquillas con sus volantes voladores.
Es la vela que me alumbra en una oscuridad que me traga hasta lo más hondo como un jazmín en un inmenso campo de cardos. Podría estar toda una vida contemplando extasiado su elegante baile de música silenciosa.
Pero nunca podría tocarla. Jamás. Porque se encuentra viviendo en una extravagante esfera sin salida aparente y unos copos de indeterminada materia desconocida caen por sus alrededores si su mundo se agita fuertemente.
¿Ella desea salir? Lo desconozco. Sólo sé que su boca siempre está moldeada en el mismo gesto de inocencia y que sus giros nunca cesan. Puede ser que, simplemente, le es indiferente el exterior. O pueder ser también que su incesante movimiento sea una desesperada estrategia de llamar la atención de aquellos que la observan. No me perdonaría que su rostro de porcelana se vea amenazado por una presunta e incesante claustrofobia.
Dame una señal, mi bella bailarina, para obligarme a romper las cadenas de tu linda pero infeliz danza.
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