martes, 23 de febrero de 2010

Este maldito vacío de originalidad (I)

El hombre apoyado pesadamente contra la ventana, observa la caída de la lluvia y la pelea de las gotas queriendo estrellarse contra el cristal. Sostiene en una mano una copa de whisky y en la otra un pitillo a medio acabar que se acerca a los labios con gesto teatral. Expulsa, melancólico, el humo mientras su mirada va recorriendo el pequeño y caótico cuarto de motel con olor a coliflor podrida. Observa la papelera, llena hasta el borde de papeles arrugados y porquerías varias. Sus ojos se detienen en el papel en blanco que reposa sobre la mesa de trabajo acompañado por una pluma que gotea espesa tinta negra.

Lanza un profundo suspiro, se sienta lentamente en la silla de madera, frente al folio. Se pasa, pensativo, la mano por la barbilla, que raspa por el mal afeitado. La pluma ondea en el aire sin saber qué escribir.

-Maldita sea…

Golpea frustrado los puños contra el mueble. Impotente, tira la colilla al suelo, apagándola con un sonoro pisotón. Se sentía acabado.
Había perdido todo lo que tenía desde que empezó con la profesión. Al principio era como todos los amateur: jovial, innovador y, sobre todo, con las ideas claras. Había sido reconocido como uno de los mejores de la última década y sus obras eran leídas por todos. Claro que -pensaba- no me da lo suficiente como para vivir a lo grande, pero de todas maneras lo importante es que me guste y me dé de comer.

Los años habían pasado y, como en toda profesión artística, había tenido sus pequeñas crisis de moral, la forma de escribir, etc…
Pero esto, se temía, no era una crisis como las demás. No estaba pensando la forma en qué iba a redactarlo ni nada. El gran problema era, ni más ni menos, que no había nada nuevo que aportar al género. Todas las ideas e historias que había escrito a lo largo de toda su bibliografía y que tenía en su cabeza ya habían sido realizadas. Era la falta de musa y de originalidad. Y para él, un escritor antes de éxito, suponía el final del viaje con su fantasía. Furioso con su ilusión marchita, levantóse de su asiento y clamó con voz atronadora señalando a la pluma:

-¡Tú, maldita entre todas la cosas! ¡Traidora de mi inspiración! ¿Qué te hice para que me dejaras muerto en la estacada? Has sido mi mayor portavoz del arte que antes me recorría las venas con fascinante gozo. Nunca imaginé que fueras a dejar de hablar en mi nombre y, sin embargo, ahí te veo con las ideas concentradas en la tinta que te rebosa sin querer decirme. ¡Maldita seas entre todas!

Y luego con el mismo arrebato, arremetió contra el papel blanco:

-¡Ah! ¡Tú, detestable pálido! Eras la superficie y la base de mi fantasía. Sufriste conmigo esas noches en vela en las que te emborronaba con entusiasmado éxtasis. Ahora estás ahí, mirándome con tu vacío y manifestando tu burla con la blancura de tu ser, mofándote de mi ignorancia. ¡Maldito tú también por villano y traicionero compañero!

Dicho esto, agarró ambos objetos y los expulso al exterior en el que el agua hizo el resto. Arrastrando los pies llega a unas de las esquinas de la habitación y cae encogido y temblando, pues la esencia básica de su alma y existencia ha muerto ahogada en una lluvia de desencanto.

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