martes, 2 de febrero de 2010

Muñeca rota

Tengo miedo. Miedo a que el ritual se repita. Miedo a atreverme recordarlo. A que la luz se apague sin previo aviso, a que me tiemblen las piernas, se doblen contra mi voluntad y caiga de rodillas al suelo por pura flaqueza.

Miedo a los movimientos bruscos, a que me toques aunque sólo sea acariciarme con tu mirada. Miedo a pestañear y que te moleste.

Mi rostro, antes de conocer el tuyo, era luminoso. Ahora tengo que hacer tremendos esfuerzos para que no se me caiga a pedazos. Mis brazos, mis piernas, todo mi cuerpo antes era de un simple color carne. Ahora en gran parte predominan los tonos amoratados y granates, dependiendo del lugar.

Antes era guapa y me gustaba maquillarme. Pero actualmente prefieres que vaya al estilo momia que tanto te gusta y yo no intento que cambies de idea.

También has querido que me sienta sucia, estúpida, inútil, que piense que todo lo que toco se estropea y que nadie, salvo tú, me aceptará nunca.

Mi nombre de nacimiento lo olvidé hace tiempo. Ahora me llamo puta.

Has considerado que no me es necesario salir del hogar y que seas tú el que disfrute por los dos yéndote a los bares a beber hasta hartarte.

Soy el saco de boxeo preferido del señor de la casa. Todas las noches la misma historia.

Y tengo miedo.

A que vuelvas borracho, apestando a ginebra y whisky. A que te pegues a mí como una lapa e intentas subirme la falda y rasgarme la blusa contra mi voluntad y no tener más remedio que oponerte resistencia. A que en un segundo pases de meloso a bestia furibunda. Que me chilles en el oído y me revientes los tímpanos de un solo grito, que trate de huir y me agarres con tus zarpas. A que tus puños de acero golpeen contra mi cara y los tonos granates de mi piel se hagan más intensos. Que mis huesos den con la madera del suelo y que el frenesí provocado por el alcohol pueda más contigo que la poca conciencia que te queda. Que una lluvia de patadas caigan sobre mi estómago mientras me nombras por mi actual nombre. Que me dejes tirada en el suelo, inconsciente y te largues a dormir.

Todo eso, yo temo.

Pero poco a poco ese miedo se irá transformando, inevitablemente en silenciosa resignación. Y llegará un día en que no haré nada para evitar que acabes destrozándome de forma definitiva. Podrás colgarme de los pulgares y dejarme en suspensión todo el tiempo que sacie tu orgullo varonil, pues no me quejaré ni una sola vez. No hablaré ni te daré más motivos para odiarme. Responderé a tus deseos como una autómata sin que oigas ni un rechistar de mis abultados labios.

Me comportaré como lo que soy para ti. Una muñeca. Desgastada debido al uso que haces de ella para tu desahogo y disfrute personal. Con su sonrisa a medio coser y con botones por ojos. Una muñeca rota.

Seré lo que quieras que sea. No me importará que me consideres inferior a tu persona y que descargues tus arrebatos instintivos contra mí.

Porque, cielo mío, amarte me duele, en todas sus formas.
Pero si, por lo menos, tengo la seguridad de que te importo y me consideres como objeto imprescindible en tu vida, me bastará para seguir soportando tu apasionado “amor”.

No hay comentarios:

Publicar un comentario